"Reflexiones sobre una escupida"
Daniel Prieto Castillo, catedrático de Pedagogía y de Comunicación" comparte con nosotros un artículo que nos permite reflexionar acerca de la educación, sociedad y violencia. Ojalá los anime a pensar y a escribir. ¿Basta transmitir "conocimientos" enciclopédicos? ¿Enseñar a escribir, a leer y a sumar? ¿No habrá que enseñar y aprender a reconocer que todos somos seres humanos? Qué ser niño, joven, anciano, hombre, mujer. de un color de piel, de una nacionalidad, de un barrio, de una clase social no nos da patente de corso para hacer lo que se nos ocurra. Que el primer paso para vivir en comunidad es respetarnos.
"Reflexiones sobre una escupida"por Daniel Prieto Castillo (una versión de este artículo fue publicada por el Diario Los Andes, Mendoza, jueves 19 de febrero de 2009)
Era la mañana del domingo. Salí a dar vueltas alrededor de la plaza de mi barrio, como trato de hacerlo cada día. Venía por la vereda que da hacia el norte. Adelante, tres chicos de unos 8 o 9 años borboteaban risas. Uno era el centro de la alegría.
Corría y patinaba sobre un charco, amenazaba caerse y ganaba la vertical con un salto. El sol bordaba reflejos en el agua y carcajeaba también sobre los cabellos y la piel del crío. Pasé feliz junto a ellos. Si un niño ríe y juega, vivir tiene sentido.
Entonces me escupió la cabeza.
He visto por estos atribulados países nuestros, niños de la guerra y de las hambres, de la opulencia y del consumo desenfrenado. He visto niños mendicantes, limpiavidrios, contorsionistas, malabaristas, lustrabotas, vendedores de lo que fuera, incluso de sí mismos.
He visto niños de la calle y de las mansiones, de las cosechas y de las limusinas, de la violencia y el abandono frente a quienes crecen acunados por la fortuna. He visto mucho más de lo que hubiera querido ver, pero nunca me había cruzado con un niño capaz de escupir la cabeza de un adulto de mi edad.
Me acerqué indignado. El chico daba la espalda y los otros dos miraban para cualquier parte.
“¿Por qué me hiciste eso?” Se volvió hacia mí. Tenía los ojos grandes como soles asustados.
“Yo no fui, señor”. “Por supuesto que fuiste. ¿Por qué me hiciste eso?” “Yo no fui, señor”, repetía sin bajar la mirada.
Había sido él. El salivazo partió de sus labios. Pero ese “yo no fui” me golpeó más hondo que la humillación. ¿Qué camino ha recorrido, vivido, un niño para permitirse tamaña gracia? Como educador, debo preguntar por los aprendizajes que fueron tallando una manera de percibir, de sentir, de ser, capaz de abrir las compuertas para semejante paso.
La clave de ese acto es la educación informal, propia de las relaciones en las que nacemos y crecemos, de la vida cotidiana en la familia, en el barrio, en la ciudad, y también de la oferta de la cultura mediática.
La educación informal es la cuna de nuestro ser. Supongamos los aprendizajes de los primeros 20 años de vida de alguien. Supongamos que alcanza a cursar ocho de lo que se llama educación formal. Ellos, llevados a tiempo real, no llegan ni a cinco: nueve meses al año, cinco días a la semana, cuatro a seis horas diarias de clases… Cinco años o menos, entonces; todo lo demás es educación informal.
Mientras él seguía negando con los ojos muy abiertos, me iba ahogando una tristeza sin márgenes. “¿Quién te educó, dije, adónde aprendiste que es divertido hacer esto?” Reiteraba su respuesta: “Yo no fui, señor”. Me alejé. La tristeza pudo más que mi indignación.
Se trata, la informal, de una educación profunda, radicalmente personalizada. Nada en ella pasa por los libros o por los conceptos. Se la bebe, vive, de ser a ser, en el día a día, a través de rostros, gestos, miradas, tonos de la voz, palabras, conductas… Pero sobre todo mediante los modelos que ofrecemos los adultos a niños y jóvenes.
Los modelos de la vida cotidiana son de carne y hueso, están ahí, en un juego permanente de cercanías, ya sea en el cara a cara con quienes se crece, o en el otro cara a cara con los personajes de la cultura mediática. Cuna de nuestro ser esos modelos, a través de los cuales podemos heredar lo más digno de otras generaciones, o lo más indigno.
La existencia es demasiado compleja como para buscar determinadas causas de un acto puntual. Pero como víctima de esa acción, tengo todo el derecho a preguntar por los modelos sociales cotidianos que alimentaron y alimentan la imaginación, la sensibilidad, los afectos, la percepción, los juegos, los gestos, los actos de ese niño.
Hace unos años escribí: “Toda violencia sembrada en la niñez, fructificará”.
Añado ahora: todo culto a la burla y a la farra televisiva, todo alarde de picardía a lo viejo Vizcacha, toda complicidad con grandes o míseros actos de corrupción, todo empecinamiento en una pretendida adolescencia eterna, a los veinte, a los treinta, a los cuarenta años; todo abandono de nuestra responsabilidad de adultos, todo atropello a la convivencia visto como una gracia, toda renuncia de los mayores a educar, toda práctica de pedagogías perversas, fructificarán.
El chico expresaba una razón terrible en sus palabras. Ya comenzaban a madurar en él las tercas huellas del mundo adulto. No volví a verlo. Continúo con mis caminatas. Nadie más me ha agredido. Tal vez fue un solo caso. Un niño no es todos los niños. Desde lo más hondo de mi ser, quisiera creerlo.
Para ampliar sobre el tema
¿Matan las escuelas la creatividad? Video con conferencia de Sir Ken Robinson (Feb2006)
"Reflexiones sobre una escupida"por Daniel Prieto Castillo (una versión de este artículo fue publicada por el Diario Los Andes, Mendoza, jueves 19 de febrero de 2009)
Era la mañana del domingo. Salí a dar vueltas alrededor de la plaza de mi barrio, como trato de hacerlo cada día. Venía por la vereda que da hacia el norte. Adelante, tres chicos de unos 8 o 9 años borboteaban risas. Uno era el centro de la alegría.
Corría y patinaba sobre un charco, amenazaba caerse y ganaba la vertical con un salto. El sol bordaba reflejos en el agua y carcajeaba también sobre los cabellos y la piel del crío. Pasé feliz junto a ellos. Si un niño ríe y juega, vivir tiene sentido.
Entonces me escupió la cabeza.
He visto por estos atribulados países nuestros, niños de la guerra y de las hambres, de la opulencia y del consumo desenfrenado. He visto niños mendicantes, limpiavidrios, contorsionistas, malabaristas, lustrabotas, vendedores de lo que fuera, incluso de sí mismos.
He visto niños de la calle y de las mansiones, de las cosechas y de las limusinas, de la violencia y el abandono frente a quienes crecen acunados por la fortuna. He visto mucho más de lo que hubiera querido ver, pero nunca me había cruzado con un niño capaz de escupir la cabeza de un adulto de mi edad.
Me acerqué indignado. El chico daba la espalda y los otros dos miraban para cualquier parte.
“¿Por qué me hiciste eso?” Se volvió hacia mí. Tenía los ojos grandes como soles asustados.
“Yo no fui, señor”. “Por supuesto que fuiste. ¿Por qué me hiciste eso?” “Yo no fui, señor”, repetía sin bajar la mirada.
Había sido él. El salivazo partió de sus labios. Pero ese “yo no fui” me golpeó más hondo que la humillación. ¿Qué camino ha recorrido, vivido, un niño para permitirse tamaña gracia? Como educador, debo preguntar por los aprendizajes que fueron tallando una manera de percibir, de sentir, de ser, capaz de abrir las compuertas para semejante paso.
La clave de ese acto es la educación informal, propia de las relaciones en las que nacemos y crecemos, de la vida cotidiana en la familia, en el barrio, en la ciudad, y también de la oferta de la cultura mediática.
La educación informal es la cuna de nuestro ser. Supongamos los aprendizajes de los primeros 20 años de vida de alguien. Supongamos que alcanza a cursar ocho de lo que se llama educación formal. Ellos, llevados a tiempo real, no llegan ni a cinco: nueve meses al año, cinco días a la semana, cuatro a seis horas diarias de clases… Cinco años o menos, entonces; todo lo demás es educación informal.
Mientras él seguía negando con los ojos muy abiertos, me iba ahogando una tristeza sin márgenes. “¿Quién te educó, dije, adónde aprendiste que es divertido hacer esto?” Reiteraba su respuesta: “Yo no fui, señor”. Me alejé. La tristeza pudo más que mi indignación.
Se trata, la informal, de una educación profunda, radicalmente personalizada. Nada en ella pasa por los libros o por los conceptos. Se la bebe, vive, de ser a ser, en el día a día, a través de rostros, gestos, miradas, tonos de la voz, palabras, conductas… Pero sobre todo mediante los modelos que ofrecemos los adultos a niños y jóvenes.
Los modelos de la vida cotidiana son de carne y hueso, están ahí, en un juego permanente de cercanías, ya sea en el cara a cara con quienes se crece, o en el otro cara a cara con los personajes de la cultura mediática. Cuna de nuestro ser esos modelos, a través de los cuales podemos heredar lo más digno de otras generaciones, o lo más indigno.
La existencia es demasiado compleja como para buscar determinadas causas de un acto puntual. Pero como víctima de esa acción, tengo todo el derecho a preguntar por los modelos sociales cotidianos que alimentaron y alimentan la imaginación, la sensibilidad, los afectos, la percepción, los juegos, los gestos, los actos de ese niño.
Hace unos años escribí: “Toda violencia sembrada en la niñez, fructificará”.
Añado ahora: todo culto a la burla y a la farra televisiva, todo alarde de picardía a lo viejo Vizcacha, toda complicidad con grandes o míseros actos de corrupción, todo empecinamiento en una pretendida adolescencia eterna, a los veinte, a los treinta, a los cuarenta años; todo abandono de nuestra responsabilidad de adultos, todo atropello a la convivencia visto como una gracia, toda renuncia de los mayores a educar, toda práctica de pedagogías perversas, fructificarán.
El chico expresaba una razón terrible en sus palabras. Ya comenzaban a madurar en él las tercas huellas del mundo adulto. No volví a verlo. Continúo con mis caminatas. Nadie más me ha agredido. Tal vez fue un solo caso. Un niño no es todos los niños. Desde lo más hondo de mi ser, quisiera creerlo.
Para ampliar sobre el tema
¿Matan las escuelas la creatividad? Video con conferencia de Sir Ken Robinson (Feb2006)
Etiquetas: "Infancia y juventud";, Educación, Sociedad
1 Comentarios
Gracias Diego por compartir este interesante artículo de Daniel Prieto Castillo en el que describe una realidad difícil de soslayar.
¿Representa la "escupida" en cuestión una expresión similar y equivalente posible de ubicar entre el "ring raje" de otrora en un extremo, y el acto dramático que nos conmovió en el film "La Naranja Mecánica"?
Lo que más me impacta del relato de Prieto Castillo es la sensación de dolor e incredulidad experimentada por el autor y plasmada en su pregunta:
- “¿Por qué me hiciste eso"?
rechazando en su interrogante naturalizar lo vivido como un hecho banal propio de la infancia y de la adolescencia seguido por un intento aleccionador de padre que no se deja ver con claridad si ha podido ser...
Reniego de ese lugar común al que en ocasiones se apela de que todo tiempo pasado fue mejor, o de la frase tan temida acerca de que los jóvenes de antes eran mejores, y adhiero en cambio firmemente a la frase del autor cuando menciona:
“Toda violencia sembrada en la niñez, fructificará”
a la que agrego que los adultos somos responsables no sólo de sembrar - hecho de por sí esencial y valioso - sino de contribuir a producir cambios significativos en sus vidas y proyectos y de esencialmente promover su autonomía para que puedan ellos mismos hacerse responsables de sus actos como en el caso mismo de la "escupida"...
Menuda tarea y compromiso el nuestro que lo percibo a modo de demanda y de reclamo cuando el niño o adolescente repite sin bajar la mirada:
“Yo no fui, señor”
Quisiera poder interpretar si ese "sin bajar la mirada" es un intento muestra de arrepentimiento y de respeto, o si es sólo una nueva expresión de osadía y desafío...
Prefiero quedarme definitivamente con lo primero...
Ana
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